F
|
elisberto Hernández es un escritor que no se
parece a nadie: a ninguno de los europeos y a ninguno de los latinoamericanos,
es un “francotirador” que desafía toda clasificación y todo marco, pero se presenta
como inconfundible al abrir sus páginas, dice Ítalo Calvino en el prólogo a
la versión italiana de su obra, en 1974.
Por otra parte,
Cortázar -en el prólogo de La casa
inundada y otros cuentos, de Lumen, en 1975-, entiende que Felisberto “no responde a influencias perceptibles y vive toda su vida como
replegado sobre sí mismo, solamente atento a interrogaciones interiores que lo
arrancan a la indiferencia y al descuido de lo cotidiano”.
También destaca, por
un lado, “la llaneza, la falta total del
empaque que tanto almidonó la literatura de su tiempo, y por otro, el hecho de que
“a Felisberto no se le ocurre nunca reflexionar sobre su país, sobre lo que
está sucediendo en el plano histórico, y se diría que su mirada se detiene en
las paredes que le rodean, sin esforzarse por extrapolar sus experiencias, por
entrar en una estructura de paisaje o de sociedad. Entonces, no paradójicamente
aunque algunos puedan pensarlo así, cada
uno de sus relatos tiene la terrible fuerza de instalar al lector en el Uruguay
de su tiempo, y a mí me basta releerlos para sentirme otra vez en las
calles montevideanas, en los cafés y los hoteles y los pueblos del interior donde
todo se da como a desgano…”
Felisberto Hernández
(1902-1964): Narrador y pianista
A los 9 años comienza sus estudios de piano que profundizará
más tarde con el profesor de piano Clemente Colling, que le enseña composición
y armonía. A los 16 años, da clases particulares de piano, y comienza a dedicar
horas a su práctica musical y a trabajar ilustrando musicalmente películas, pues
sus dificultades económicas harán que acepte el empleo de pianista en varias
salas de cine mudo. A los 20 años comienza a dar recitales e incluso interpreta
algunas obras de su creación.
A los 23 años, Felisberto empezó a publicar; tras la última etapa musical itinerante, abandonó la carrera
de pianista dedicándose exclusivamente a la literatura.
Felisberto citaba dos nombres recurrentes en sus lecturas:
Henri Bergson y Marcel Proust (también a Kafka). Y es que los cuentos y novelas
cortas de Felisberto recrean el mundo de su infancia y juventud, evocan
personas que conoció, barrios de Montevideo. Su narrativa se basa en el
recuerdo como motor de la escritura, continuando la búsqueda proustiana.
La
construcción de gran parte de sus cuentos se apoya en la reivindicación de lo
lateral, y una temática recurrente e interesante es el lugar primordial que le
da a los objetos inertes (entre otros, así sucede en El vestido blanco, Las hortensias, El caballo perdido).
Aunque su trabajo de escritor eclipsó su carrera de
pianista, su obra entera está impregnada de música, tanto en los temas evocados
(un profesor de piano, un recital, un bandoneón), como en la forma de contar,
al sugerir emociones con palabras de cierta sonoridad, al transformar el
sentido de las palabras en función de los sonidos, al construir partes de su
relato como variaciones de un mismo tema musical.
Para Juan Carlos Onetti, que lo admiraba, su libro más importante era
su autobiográfico Por los tiempos de
Clemente Colling (1942), más que otros posteriores y famosos, en los
que aparecía como más "ingenuo".
Sobre las relaciones complicadas de Felisberto con las
mujeres (se casó seis veces), existen dos testimonios de interés, ya que ambas publicaron notas y correspondencia con el escritor: el de
Paulina Medeiros con la que tuvo relaciones entre 1943-47 y el de Reina Reyes, vinculada del 1954 a
1958.
Pero una circunstancia en especial es sumamente sugerente.
En París, en su momento de mayor esplendor, conoció a África
de las Heras, española, veterana de la Guerra Civil y agente de la KGB a quien
se le encomendó seducirlo, por ser Felisberto individualista a ultranza.
Tras
casarse se instalaron en Montevideo donde ella trabajó como espía y finalmente
se divorciaron sin que él supiera el papel que había desempeñado (véase la novela de A.
Dujovne Ortiz, La muñeca Rusa,
Alfaguara, 2009, donde ficcionaliza la relación entre ambos).
Dice Dujovne Ortiz en su novela:
"¿Felisberto supo quién era ella? Los programas radiales de
un anticomunismo virulento en los que participó después de su divorcio han
conducido a algunos investigadores uruguayos (entre quienes corresponde
mencionar al primero, Fernando Barreiro, que descubrió la historia y la hizo
pública en 1998 y del que tengo la mayor parte de estos datos) a deducir que
acaso el embaucado esposo haya terminado por enterarse. Nada es menos seguro. Felisberto,
ya divorciado, no dudó en ayudar a su ex esposa a convertirse en ciudadana
uruguaya. Considerando su odio al comunismo, aumentado por el que habría
sentido si hubiera descubierto su triste papel de marioneta, de haberse
maliciado el engaño no habría contribuido a perpetuarlo. La historia resulta
aún más impresionante en la medida en que nos conduce a interrogarnos sobre los
alcances de la palabra saber.
Mi hipótesis es que Felisberto, en "Las
Hortensias", descubrió lo esencial de la trama en la que estaba envuelto,
por no decir enrollado, sin entender de
qué trama se trataba pero palpándola con su docena de ojos habituados a la
penumbra. No a través del cerebro, sin duda, sino de algún otro órgano de
percepción no identificado: un riñón sutil, un páncreas perspicaz. Ojos
iluminados por un don premonitorio que también lo condujeron a describir en ese
cuento el color de su muerte: cuando Horacio evoca espantado la sangre
ennegrecida que oscurece una cara de cera, parecería presagiar el cuerpo de Felisberto,
monstruosamente amoratado por la leucemia en el momento de morir.
Para completar la extrañeza, las cenizas de Felisberto
Hernández se han perdido. El no tiene ni un noble monumento como África Las
Heras, ni una tumbita cualquiera. De modo que no hay dónde colocarle el
epitafio que he imaginado para él: "Murió sin saber nada y sabiéndolo
todo". Pero no nos preocupemos por eso. ¿Existe alguien a quien ese
epitafio no le quede como cortado a medida? La frase puede ser colocada
indistintamente sobre todas las tumbas, incluyendo la de África, de la que yo
sospecho que murió sabiéndose victimaria y sin saberse víctima", concluye la citada autora.
Felisberto y los objetos.
La relación de los relatos de Hernández con los objetos es
muy especial y ha sido muy tratada por la crítica. El mundo aparece como
indescifrable; fuerzas lo recorren que no tienen que ver con la voluntad del
sujeto; se trata de de algo así como una rebelión espiritual de lo material. El
objeto obsede en la medida en que no es trascendido por la acción del hombre.
Hay en la obra de Hernández una tendencia a mostrar personajes que
quedan presos entre los objetos, como una fuerza ajena y hostil.
- El efecto de extrañamiento o des-automatización mediante la puesta en juego de dos procedimientos: la personificación o prosopopeya (atribuir cualidades humanas a seres animados o inanimados), y la cosificación.
- La referencia al acto de escribir o narrar, cuando la escritura produce el efecto de descontextualización y de distanciamiento.
- La estructura de los cuentos que incluyen una historia que en general tienen un orden lineal “normal” cuyo relato presenta secuencias que se alteran mediante la analepsis o retrospección y la prolepsis, o predicción.
- el relato recursivo o metarrelato sobre la memoria, basado en el dialogismo, en el cual los episodios del recuerdo, no mantienen necesariamente el mismo orden que en la primera parte.
- Los recursos narrativos de la paradoja, la ironía y la metagoge, cuando invierte la clásica perspectiva realista mediante la des-humanización de los personajes.
J
|
uan Carlos Onetti
(Montevideo, 1 de julio de 1909 - Madrid, 30 de mayo de 1994).
Hizo estudios de bachillerato y estuvo merodeando alrededor de la
universidad durante varios años sin llegar nunca a estudiar en ella. Al poco
tiempo inició su carrera periodística.
En 1939 es nombrado secretario de redacción del semanario
Marcha hasta 1941, cuando comienza a trabajar en la agencia de noticias Reuters.
Ese mismo año, conservando el empleo en Reuters, viaja nuevamente a Buenos
Aires, donde permanecerá hasta 1955. Trabaja como secretario de redacción de
las revistas Vea y Lea e Ímpetu.
Fue encarcelado en 1974, durante la dictadura de Juan María
Bordaberry, por haber sido miembro de un jurado de cuentos, y estuvo internado
en un psiquiátrico. El poeta español Félix Grande, entonces director de
Cuadernos Hispanoamericanos, recogió firmas para lograr la liberación de
Onetti.
Al año siguiente viajó a España con su cuarta esposa,
invitado por el Instituto de Cultura Hispánica de Madrid, ciudad en la que
finalmente fija su residencia hasta su muerte. La situación le permitirá seguir
escribiendo tres novelas más (Dejemos hablar
al viento, Cuando entonces y Cuando
ya no importe) y numerosos artículos. La preocupación por el exilio
latinoamericano de entonces está muy presente en los artículos que escribe en
España.
Cuando en 1985 la democracia regresa a Uruguay, el
presidente electo, Julio María Sanguinetti, lo invita a la ceremonia de
instalación del nuevo Gobierno; el escritor agradece la invitación pero decide
permanecer en Madrid. "No deseo volver a ese país donde manda el general
Medina", decía Onetti refiriéndose al ministro de defensa nombrado por
Sanguinetti durante su primer mandato. Esa
postura política le valió el casi olvido de las autoridades uruguayas hasta el
día de su muerte. El General Medina venía siendo acusado, por distintas
organizaciones de Derechos Humanos, como autor intelectual de crímenes de Lesa
Humanidad.
Onetti muere el 30 de mayo de 1994, en una clínica de la
capital española, ciudad en la que vivió 19 años, de los cuales pasó
enclaustrado los últimos cinco años, sin salir prácticamente de su cama.
La escritora uruguaya Cristina Peri Rossi, considera que Onetti es "uno de los pocos existencialistas en lengua castellana". Mario Vargas Llosa, quien preparó un ensayo sobre Onetti, dijo que "es uno de los grandes escritores modernos", y no sólo de América Latina. "Su mundo es un mundo más bien pesimista, cargado de negatividad, eso hace que no llegue a un público muy vasto"; con anterioridad Vargas Llosa había comentado que Onetti "es un escritor enormemente original, coherente; su mundo es un universo de un pesimismo que supera gracias a la literatura".
Investiga la concepción de Santa María, más tarde Santamaría, así como Lavanda, un equivalente a Montevideo y Enduro -una capital desbordada por sus suburbios-. Sin duda, no habría existido sin el precedente del condado faulkneriano de Yoknapatawpha. Pero algo radical aleja la creación de Onetti de la de Faulkner. Ambas comunidades están sumergidas en la decadencia, pero “En Santa María el pasado casi no existe”. De ahí, tal vez, su insistencia en que nada tenía que ver con la realidad uruguaya.
En 1980 fue propuesto
por el Pen Club Latinoamericano como postulante al Premio Nobel de Literatura. Ese mismo año Onetti
recibía el Premio Cervantes, máximo premio de la lengua española, siendo
totalmente ignorado por las autoridades uruguayas. En esa oportunidad el
ministro de Cultura del gobierno dictatorial de ese momento en Uruguay, el Dr.
Daniel Darracq, dijo desconocer la obra de Onetti, aunque sí había oído hablar
de él.
El escritor de la angustia
El tema unificador de toda su obra es la corrupción de la
sociedad, sus efectos sobre el individuo y las dificultades para encontrar una
respuesta adecuada a ella.
En El pozo, el narrador queda efectivamente separado de su ambiente corrupto y predominantemente burocrático por una generalizada incapacidad de comunicación. Tierra de nadie (1942) presenta de nuevo el depresivo y pesimista retrato del paisaje urbano. La vida breve (1950) es su libro más famoso y el primero que el autor sitúa en la imaginaria ciudad de Santa María, donde la respuesta del protagonista a su presente consiste en imaginarse a sí mismo como otra persona. En El astillero (1960) regresa al tema del caos producido en Uruguay por una desmesurada burocracia, y Juntacadáveres (1964) trata de la prostitución y la pérdida de la inocencia.
En El pozo, el narrador queda efectivamente separado de su ambiente corrupto y predominantemente burocrático por una generalizada incapacidad de comunicación. Tierra de nadie (1942) presenta de nuevo el depresivo y pesimista retrato del paisaje urbano. La vida breve (1950) es su libro más famoso y el primero que el autor sitúa en la imaginaria ciudad de Santa María, donde la respuesta del protagonista a su presente consiste en imaginarse a sí mismo como otra persona. En El astillero (1960) regresa al tema del caos producido en Uruguay por una desmesurada burocracia, y Juntacadáveres (1964) trata de la prostitución y la pérdida de la inocencia.
Estas dos últimas obras desarrollan el tema único de Onetti:
el del hombre que persigue una ilusión a sabiendas de que lo es y que además es
absurda. A Onetti se le considera el
escritor de la angustia, con claras influencias de Dostoievski, Conrad,
Faulkner e incluso Roberto Arlt. Su lenguaje es opaco, denso e indirecto.
Con estos antecedentes crea un mundo propio con unos personajes que retoma una
y otra vez siempre empeñados en proyectos sin sentido.
Existen algunos hilos vitales que permiten comprender mejor su
obra: sus seis matrimonios, su adicción al tabaco y al alcohol, sus
excentricidades y obsesiones y sus habituales hoscos silencios.
“Un sueño realizado”, o la captura de la experiencia.
En este cuento se pueden diferenciar ciertas
marcas de la poética de Onetti, además de una
resolución inesperada, que ponen en
cuestión la esencia misma del
procedimiento de escritura. La intriga se desenvuelve en espacios y escenarios conocidos: en un ambiente provinciano,
bajo una atmósfera de
encierro, en un típico hotel, tres personajes, dos hombres: Langman (el narrador) y
Blanes (decadente artista), ambos ligados al teatro, y la
presencia de “una mujer”.
Todo gira en torno a lograr
una representación teatral de acuerdo a los deseos de “la mujer”, quien pretende revivir
un sueño, sólo en una breve escena, en silencio y sin explicación. Los une esa decisión
y la ausencia de sentidos de vida que los ubica dentro de la galería de personajes de
Onetti, seres fracasados, con marcas de envejecimiento y en decadencia que no encajan
con nada ni nadie,
patéticos, pero fieles a culminar cualquier acto hasta
intrascendente.
- Escenario y narrador: la representación como farsa
El tratamiento espacial y temporal del relato
refuerza una simbiosis entre ambas dimensiones, y los tres personajes se acomodan a
espacios cerrados y a tiempos pretéritos, a través de la rememoración como recurso
discursivo. Los dos hombres, Langman y Blanes, comparten con la tercera presencia
ficcional, “La mujer”, una historia confusa, donde la mentira y la apariencia son las lógicas de unión de los
personajes. Espacios agobiantes enmarcan toda la ficción: la biblioteca de un asilo,
el hotel de alguna capital de Provincia, la habitación, el
comedor del hotel, la pieza, y hasta el teatro.
Alcanza
la descripción que realiza el narrador de sí mismo para recordarnos a muchos de estos
personajes, marcados por la desesperanza, el sarcasmo y la desidia, aunque
próximos a la recuperación.
El narrador da
suficientes guiños y señales para recordar al lector que
todos representan una
farsa, que todos están metidos en una ficción, aparentan lo que
no son y aceptan un juego de representación que parecería
agruparlos con el único fin
de develar el secreto, es decir, conocer los motivos por los
cuales se hace imperiosa la
puesta teatral, desmontar el juego, descubrir la farsa, ya que todo es
“broma, mentira,
farsa, estafa, locura, juego de farsantes y representación
de un sueño”.
Es un narrador que pone al descubierto y
cuestiona, incluso, el
procedimiento clave
de toda ficción: lo verosímil. Lleva a cabo y abre un ejercicio de
exploración de la verosimilitud, de cómo lograr representar
lo que parece ser y no es,
cómo hacer posible que el mundo de la semejanza, de la
apariencia, haga real lo
inmanente.
Los personajes
continúan unidos por un sinsentido, los dos hombres sin
entender y sin poder explicar aceptan someterse a las
circunstancias, se dejan llevar y
a la espera de esa representación final, Langman y Blanes se
retiran para descansar y
dar paso al último tramo del relato.
- Capturar el deseo y cómo contar una experiencia.
El conflicto que el
narrador manifiesta a lo largo del relato se puede sintetizar en lo infranqueable que
significa la mediación temporal ante el deseo de revivir un instante, una experiencia.
En las dos últimas
páginas, se asiste a un cambio de velocidad, a un giro brusco en el relato. El narrador deja de cuestionarse y
cuestionar y asume un rol contemplativo, al modo de testigo, observa y describe cada
detalle, va guiando al lector hacia otra dimensión del relato, donde los personajes
se van a ubicar,
lentamente, en el centro del escenario, preparados para
actuar y el lector se dispone para asistir a una
“representación”.
En estos apartados, el narrador recupera la esencia de la historia de “Un sueño realizado” y asume la
imposibilidad de poder abarcarlo con enunciados verbales, ahora es un narrador que
inquiere poco, sólo
muestra, deja ver sin explicar.
Y esa es la instancia que el narrador elige como resolución para lograr el efecto
ficcional de hacer realizable lo irrealizable. Condensa
el relato en sólo una acción, en una escenografía recortando un
espacio, en silencio,
con desplazamientos mínimos de objetos y personas acordes a
una imagen, casi perfecta, que la mujer repitió a sus
interlocutores sin ningún aditamento de razón.
Finalmente, el narrador aclara la revelación:
Pero fue entonces que, sin que yo me diera cuenta de lo que
pasaba por
completo, empecé a saber cosas y qué era aquello en que
estábamos metidos,
aunque nunca pude decirlo, tal como se sabe el alma de una
persona y no sirven
las palabras para explicarlo.
Y el lector visualiza
aquello que el narrador quedó absorto al poder “ver” y por lo tanto “comprender”, aunque siga sin poder explicarlo.
Por eso, en los tramos finales del relato, el narrador insistentemente acude a la
aseveración del otro sentido, la vista:
“Vi que Blanes y la muchacha […], vi como ella salía de la puerta…,
vi como se sentaba…, vi
como el brazo de Blanes [...]”.
El narrador ahora es partícipe, está en el centro del escenario y, despojado de
sentencias, vivencia también un estado de embelesamiento. La
instancia de
arrobamiento cubre a todos los personajes, al perderse y
extasiarse de tal admiración
que se olvidan de sí mismos. Y es “la mujer” quien realiza
el trance hacia el estado de
total enajenación y abandono, hacia la muerte. A pesar de
este momento culminante,
“la mano de Blanes, […] seguía acariciando la frente y la
cabellera desparramada de la
mujer, sin cansarse, sin darse cuenta de que la escena había
concluido…”
Por último, el
narrador se separa de la escena, se aparta y en pocas
palabras finales logra transmitirnos lo inasible, al
capturar un momento de felicidad.
Así Langman, perplejo aclara: “Lo comprendí todo claramente
como si fuera una de
esas cosas que se aprenden para siempre desde niño y no sirven después las
palabras para explicar”.
Fuente: Susana Ynés González Sawczuk (Universidad Nacional de Colombia).
sobre Un sueño realizado.
ResponderEliminarUn placer volver a Onetti, me gustan más sus cuentos que sus novelas porque si bien siempre tienen algo de agridulce, creo que son mucho más esperanzadores, como son los sueños, porque es el sitio donde los imposibles pueden ser posibles.
Y ahora me quedo esperando a que Felisberto me "rompa" otra vez la cabeza.