El tiempo y el espacio del taller de lectura plasmado para:



leer de diferentes maneras (por arriba, por abajo, entre líneas, a fondo, participando del texto, recreándolo),



dar cuenta de los procesos culturales en que surgen y son comprendidas o cuestionadas las obras literarias,



pensar (discutiendo, asombrándose, dejándose llevar por lo que los textos nos dicen -pero parece que no dijeran-),



y por sobre todas las cosas, y siempre, disfrutar de la buena literatura.








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sábado, 30 de abril de 2011

John Updike


John Hoyer Updike (18 de marzo de 1932, Reading, Pensilvania - 27 de enero de 2009, Beverly Farms, Massachusetts) fue un importante escritor estadounidense, autor de novelas, relatos cortos, poesías, ensayos y críticas literarias, así como de un libro de memorias personales.
En su estilo como narrador es habitual un preciso Realismo naturalista, tal como puede observarse con claridad en el inicio de Corre, Conejo donde discurre con absoluto rigor describiendo, con intricados detalles técnicos, las fintas habituales del baloncesto callejero, su deporte favorito. Es habitual en su redacción enfocar con verismo y cuidado detalle las interrelaciones personales entre amigos, parejas casadas o affairs extramaritales de infidelidad. Parejas y la tetralogía sobre Conejo, abordan este cúmulo de estilos en particular. En sus relatos sobre Harry Conejo Angstrom, la cambiante sociedad, la política y economía de Norteamérica sirven de trasfondo al relato del matrimonio Angstrom y actúan ocasionalmente como fuentes para hacer comentarios relevantes sobre dichos temas.
Con una afamada versatilidad expresiva, es habitual también en el estilo de Updike encontrar un hondo, finísimo y culto lirismo que en ocasiones bebe de poemas y de fuentes clásicas grecorromanas.

En una nota aparecida en Página 12, con motivo de su muerte, decía Rodrigo Fresán:

“Nacido en Reading, Pennsylvania, en 1932 (me pregunto si habrá algo mejor para un escritor que nacer en un lugar llamado Reading... ¿Existirá una ciudad de provincias llamada Writing?) John Hoyer Updike, hijo único, se crió en una familia protestante y asumió ese paisaje como el que definiría a buena parte de sus ficciones. Y ahí están y de ahí salen la veladamente autobiográfica El centauro (1963, una de las mejores novelas de padre/hijo jamás escritas) y En torno de la granja (1965). De allí partiría Updike para conquistar la gran ciudad, soñar con convertirse en dibujante y trabajar para la Disney.

Pero pronto acabó reportando “the talk of the town” para The New Yorker y publicando los primeros textos que, enseguida, dejarían atrás una inicial placidez epifánica y salingeriana (ver y admirar la recopilación del 2003 The Early Stories: 1953-1975 donde se destacan las historias que transcurren en el imaginario pueblo de Olinger y las idas y vueltas del matrimonio de los Maple), para asumir las adúlteras tormentas sexuales de la “Era del Divorcio” en escandalosos best-sellers de calidad todavía hoy muy bien conservados como “Parejas” (1968) o “Cásate conmigo” (1976), ser acusado de misógino por su retrato tan lírico como despiadado de las mujeres, racista por su visión de los negros y poco comprometido por su elegante conservadurismo político, crear un alter ego judío y philiprothiano en las andanzas de Henry Bech (que sí ganaría el Nobel de Literatura) y llegar a un puñado de novelas tardías en las que, en mi opinión, se encuentra lo más interesante de su carrera.

Comprobarlo en la delicada experimentación, en las oraciones admirables (con destellos de Henry James y de Marcel Proust y de Henry Green) y en la originalidad de tramas –que incluyen desde la posibilidad de un Dios informático, una saga familiar ligada fatalmente al séptimo arte y a la televisión, las noches oscuras de unos Estados Unidos fracturados y futuristas, una prequel de Hamlet, una aproximación lateral a la leyenda de Jackson Pollock o un thriller con adolescente fundamentalista– en “La versión de Roger” (1986), “La belleza de los lirios” (1996), “Hacia el fin del tiempo” (1997), “Gertrude y Claudio” (2000), “Busca mi rostro” (2002) y “Terrorista” (2006).

Sus detractores –entre ellos, a lo largo de los últimos títulos, la implacable Michiko Kakutani de The New York Times– insistieron una y otra vez en que Updike escribía demasiado y guiado por el piloto automático de un genio que se había convertido en reflejo y tic y carnal prosa mandarinesca sobre cuestiones casi intangibles. Esto se puso claramente de manifiesto cuando Updike publicó “Villages” (2004), novela en la que volvía al pueblo chico/cama grande. Alguien tituló su reseña “Johnny One Note” (“Johnny Una Sola Nota”). A saber: coitos variados, barrios residenciales, atardeceres, lascivia hogareña, noticias brotando de televisores y periódicos, un hombre más o menos profesional y educado en el puritanismo protestante y blanco, pero siempre poseído por una satiriasis agnóstica y de todos los colores. Y el erosionante paso del tiempo en los rasgos de un imperio tan moderno como decadente.

Pero Updike dejó bien claro desde el vamos cuál sería su campo de juego. De ahí que no tuviera problemas en reconocer en una entrevista que “mi escritura estuvo, está y estará limitada siempre por mi experiencia y mi imaginación, ambas severamente finitas”, que “son muchas las cosas que he comprendido recién al verlas con los ojos de mis personajes” y que “en los últimos tiempos mi obra parece estar marcada por pensamientos más cobardes y rencorosos”. “Yo soy mis libros. Todo está ahí”, le confesó a Martin Amis."


John Updike visto por el genial caricaturista brasileño Loredano.

Credo
Por John Updike

La página en blanco ofrece una libertad absoluta, de modo que... hagamos uso de ella. Desde un principio me harté de lo falso, lo automático. Traté de no forzar mi sentido de la vida para transformarlo en algo de muchas capas y ambiguo mientras tenía en mente cierta sensación de transacción, de regateo entre el lector ideal y yo. La ferocidad doméstica de la clase media, el sexo y la muerte como enigmas para el animal pensante, la existencia social como sacrificio, los placeres y recompensas inesperados, la corrupción como una suerte de evolución... son algunos de los temas que he tratado de objetivar en forma narrativa. Mi trabajo es meditación, no pontificación. No pienso mis libros como sermones o estrategias para una guerra de ideas, sino como objetos de diferentes formas y texturas y dotados del misterio de todo lo que existe. La primera idea que tuve sobre el arte, cuando era niño, fue que el artista traía al mundo algo que no existía antes, y que lo hacía sin destruir nada a cambio. Una especie de refutación de la conservación de la materia. Esa me sigue pareciendo su magia central, su núcleo de alegría.


sábado, 23 de octubre de 2010

El sur estadounidense como territorio mítico: Flannery O'Connor

Flannery O'Connor (25 de marzo de 1925 – 3 de agosto de 1964) está entre los mejores escritores estadounidenses del siglo XX. Se la estudia dentro de la literatura sureña, aunque se distingue de la mayoría  por su perspectiva católica de fondo.



Un hombre bueno es difícil de encontrar es, para el crítico español Gustavo Martín Garzo, seguramente el más representativo de los cuentos de Flannery O’Connor. Arranca de una situación esperpéntica que parece anticipar las películas de Tarantino: una familia viaja a Florida, tiene un accidente y quien acude en su ayuda es un criminal que ha huido de la prisión, el Desequilibrado.

Literatura del exceso y del desgarro, porque en ese mundo sureño todo es excesivo y está enraizado en un desatado y extravagante fondo bíblico sobre el que crecen con la misma naturalidad el fanatismo y la maldad y los personajes grotescos y terribles que habitan ese mundo narrativo de Flannery O’Connor, católica en aquella región de fundamentalismo protestante. Del esfuerzo por comprender un mundo ininteligible y unos comportamientos imprevisibles se nutre esta serie de relatos, como los de Faulkner y Tennesse Williams y antes los de Hawthorne.

La literatura norteamericana del siglo XX ha creado, entonces, dos grandes territorios míticos:

1. la literatura urbana, neoyorquina, sofisticada y elegante, en la que la complejidad está servida por la trama en ocasiones pero no tanto por el estilo, el mundo de cuyos extremos tiran Fitzgerald y Auster, pero en el que caben tantos otros autores, desde O'Henry y Edith Wharton o Henry James -de estilo más que complejo- hasta Dorothy Parker o el mundo narrativo de un director y autor como Woody Allen, una ambientación en la que por supuesto puede encuadrarse la literatura de los suburbios, la de Carver o Cheever o el Richard Ford del díptico sobre Frank Bascombe, incluso gran parte de Updike;

2. los escritores del sur, otro territorio donde se encuentran los escritores que han buceado en las pulsiones más profundas y salvajes de una nación joven, los escritores del «gótico sureño», como se les nombró, pero que pertenecen a la tradición inventada por Mark Twain y Bret Harte y que explo tó narrativamente con Faulkner, al que siguieron Carson McCullers o Truman Capote, y cuyos herederos más actuales son autores del hilo de Sam Shepard y sobre todo Cormar McCarthy.

Es muy interesante el análisis de otro crítico español, Miguel Ángel Muñoz, quien asevera que esta corriente, tan potente y caudalosa como la imagen del río Missisipi, es la literatura del gran estilo americano, la que bebe de Melville, Thoreau y Emerson, y ha permitido que dentro de ella germinen las herencias míticas y bíblicas de los fundadores de la nación, pero también las amenazas difusas, los conceptos misteriosos que cualquier terreno de conquista o frontera conlleva.

Las principales características de esta literatura son:

• El lenguaje barroco y las citas bíblicas, la que aún no concibe los Estados Unidos -al contrario que la otra corriente urbana- como nuevo imperio mundial, la literatura que está segura de que en el centro de la granja más perdida de Kansas habita una imagen del infierno y la desolación. La literatura que busca la tierra prometida, ensimismada y en la que cualquier muestra de sensualidad está habitada por la perdición.

• Las genealogías, porque Flannery O'Connor habla de familias originarias, fundadoras, de granjeros y fieles practicantes religiosos que no aceptaban fácilmente los cambios. Por eso los personajes de Flannery O'Connor lanzan plegarias, piden ayuda, pero acaban por desistir y toman el atajo de la explosión violenta, confiando en una posterior redención que dé sentido a sus vidas. Ella misma era una escritora de pueblo, de hecho cuando sus personajes viajan a la ciudad se sienten desubicados y no hacen sino comprobar la inutilidad del movimiento.

• Su visión del problema racial es asombrada e impávida. No es racismo -lo es en sus personajes, pero no en la mirada de la autora- sino miedo a las pulsiones violentas que la relación con ellos comienza a despertar en los personajes en la medida en que los negros han despertado al fin y no se limitan a servir sin más las órdenes del patrón.

• Sus finales son siempre violentos porque ella, católica en tierra de protestantes, creía en la capacidad purificadora del rayo de Dios. Como ella misma, (padeció de lupus, enfermedad degenerativa, igual que su padre), muchos de sus personajes tienen defectos físicos, taras que ejemplifican la imperfección del ser humano frente a la grandeza justiciera de Dios. El mal nos toma, el bien nos ignora, parece indicar la escritora.

• Suele terminar sus relatos con una inquietante -a veces irónica- conclusión.

Y, para finalizar, los dejo con esta frase sobre sí misma que la define rotundamente: «Soy una de esas personas que penetran la nada. La buena gente del campo». Flannery O'Connor.