El tiempo y el espacio del taller de lectura plasmado para:



leer de diferentes maneras (por arriba, por abajo, entre líneas, a fondo, participando del texto, recreándolo),



dar cuenta de los procesos culturales en que surgen y son comprendidas o cuestionadas las obras literarias,



pensar (discutiendo, asombrándose, dejándose llevar por lo que los textos nos dicen -pero parece que no dijeran-),



y por sobre todas las cosas, y siempre, disfrutar de la buena literatura.








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viernes, 16 de septiembre de 2011

Saer: la percepción y la "zona"

 Empezamos con Saer, inmediatamente después de Di Benedetto, porque además de que son excelentes, entre los dos autores hay variaciones particulares sobre un mismo tema cuando  hablamos de “territorios” o “zonas”:
·         El tema del espacio, en tanto lugar, la región, la zona.
·         El tema del exilio.

Con Di Benedetto, nacido en Mendoza, habíamos comentado su personal manera de omitir la referencia concreta al lugar, más allá de ciertas marcas textuales, apartándose así de toda una tradición centrada en Buenos Aires.
Y con Saer, nacido en Serodino -y fallecido en 2005, en París (Francia) donde vivió su exilio voluntario-, pasa algo equivalente pero particular. 

 Enseñó Historia del Cine y Crítica y Estética Cinematográfica en la Universidad del Litoral, en Santa Fe, pero deja la Argentina en 1966 debido a la obtención de  una beca del estado francés, y decide no regresar.
(Cabe acotar que Mariana Bustelo  llama a esta emigración El viaje lúcido de los 60, en « La palabra migrante: escritores argentinos en búsqueda de un terreno propicio para la creación », Amérique Latine Histoire et Mémoire. Les Cahiers ALHIM,  2006), para hacer un paralelismo entre otros momentos históricos y una cierta tradición, con diferentes connotaciones, del viaje a Europa.  Además cita en su estudio la reflexión de Tununa Mercado, quien indica que   “la situación del exilio exacerba la condición de pertenencia al país de nacimiento (MERCADO, 1994) »)

Su programa narrativo fue riguroso y solitario, y lo hizo escribir rechazando  fenómenos editoriales como el llamado boom latinoamericano (al que desdeñó). Su obra abarca doce novelas, (El limonero real, Nadie nada nunca, La mayor, etc.), cinco libros de cuentos, cuatro de ensayos y uno de poemas. Su última novela, La grande, que dejó inconclusa, y su último libro de ensayos (en realidad, artículos sobre literatura escritos para diarios), fueron publicados póstumamente.

Casi toda su narrativa tiene por escenario la ciudad de Santa Fe y sus alrededores, en donde vivió hasta su voluntario exilio. De esta manera, esta genial obra le ha dado a esa zona el mismo estatuto mítico que Joyce le dio a Dublín o Proust a París. El hecho de que su obra incluya una larga serie de novelas y cuentos independientes pero relacionados sobre un espacio geográfico limitado revela la influencia de William Faulkner y su ciclo de narraciones sobre el condado de Yoknapatawpha   en el norte del estado de Mississipi.

Él mismo explicaba la rei­vindicación de la región, la zona, el lugar específico de la provincia argentina de Santa Fe, y quizás una suerte de “provincialización”, “un pequeño mundo que va a emerger a la escena literaria, a la conciencia literaria, a la lectura”: “Pienso que muchas regiones del mundo tienen su literatura. París tiene su literatura, el sur de Estados Unidos tiene su literatura. Entonces, ¿por qué el litoral argentino no puede tener su literatura?”. Al mismo tiempo, se afilia a la tradición del exilio, otra pequeña nación: “Los más grandes escritores argentinos son exiliados, aun si jamás salieron de su lugar natal”.


Entre la tradición y la experimentación.
Siempre manifestó la expresión de una individualidad personal e irreductible, consecuente con la defensa que hizo de la autonomía del sujeto estético en sus poemas y narraciones. Sin embargo, en otras ocasiones puso de manifiesto su fidelidad a una tradición argentina que respetaba, y en la que encontraba una manera de vivir, de pensar y de sentir:
[…] existe en Argentina desde la primera mitad del siglo XIX, una tradición original y vigorosa. Basta citar los nombres de Sarmiento, Hernández, Lugo­nes, Macedonio Fernández, Roberto Arlt, Ezequiel Martínez Estrada, Borges y Bioy Casares, Cortázar y Silvina Ocampo, Juan L. Ortiz, Oliverio Girondo o Antonio Di Benedetto, para comprobar que tanto en la poesía como en el ensayo, en la novela o en la literatura fantástica, esa tradición, de la que aparecen aquí únicamente los nombres principales, es rica y diversa, creadora y viviente.

Influencias,  semejanzas y particularidades.
A fines de los años 50 surge en Francia un movimiento liderado por Alain Robbe-Grillet: el nouveau roman (o "novela nueva"). Una característica generalizada de este movimiento es el cuestionamiento de la novela tradicional decimonónica: no tiene ya sentido escribir novelas al modo de Balzac, con unos personajes, una trama, un inicio, un desarrollo y un desenlace. Se sienten más cercanos a la literatura introspectiva de Stendhal o Flaubert. No se admite la descripción de los personajes, que según ellos está mediatizada por los prejuicios ideológicos, sino la exploración de los flujos de conciencia. En ellos, la influencia de autores extranjeros como Virginia Woolf o Kafka o franceses como Sartre o Camus es evidente.
Es decir,  los libros no tenían importancia por su trama, sino por un cúmulo de sensaciones y acontecimientos que no pasaban a ser más que minucias de las vidas que aparecían en los libros escritos. Algo de eso por ejemplo, había ocurrido con  Samuel Beckett: no tenía importancia la historia, sino las palabras para contarla, o los ambientes en los que transcurría.
Juan José Saer adhiere a esta manera de narrar, (aunque también la critica y toma distancia), pero suele observarse en sus textos que  hay una trama reconocible, pero quizá no sea tan importante como los juegos, giros y circularidades que el lenguaje permite.

En Nadie nada nunca (su novela de  1980), ambientada en Colastiné, trabaja  juegos con los puntos de vista, se narra lo mismo, una y otra vez, desde la perspectiva de distintos personajes. La dictadura militar argentina es un telón de fondo de la «acción» (porque en realidad no pasa casi nada) de la novela, en un ambiente oprimente. 
 Transcurre un instante en el que nada  transcurre. “No es posible”, dice un personaje, “No es posible que no transcurra nada. Algo tiene que transcurrir”. Estas palabras revelan el hartazgo de los personajes, para quienes no es grato estar atrapados en el mundo que les ha dictado la fantasía saeriana, hecha de lentitud y repetición angustiante.

Así como Zama, de Di Benedetto, era la novela de la espera, aquí hay detención, estancamiento, pero también  desencuentro, y la voz de adjetivación prolija de un narrador que es más que omnisciente, más que testigo, más que protagonista (aunque en realidad cada personaje es narrador, pero todos ellos apelan al mismo recurso).  La adjetivación en esta novela de Saer es el modo de marcar lo enlentecido de las acciones, de imponernos, como lectores, la forma de máquinas angustiadas que deben adquirir los cuerpos de quienes la protagonizan.
Una novela en cuyo título se incluye una triple negación (de alguien, de algo, de algún tiempo), no puede ser más que negación pura, que aceptación de que todo puede reducirse al no-acto, al no-personaje, al no-lugar. Anuncia que la literatura puede despojarse de todas las personas, todas las tramas y todos los sitios.

Frente  a Borges y la tradición de silenciar la violencia en la literatura argentina.
Saer toma posición frente a Borges: En 1953, Borges dio una conferencia sobre El escritor argentino y la tradi­ción. Ese texto ampliamente conocido es una contri­bución tardía al debate sobre la esencia del ser nacio­nal, en boga en los años treinta sobre todo, y marca el regreso definitivo de su autor, de las posiciones nacionalistas que había defendido en su juventud hacia una concepción más universal de la literatura”
La posición de Saer es un reconocimiento pero, a su vez, propone una rectificación: insiste en que lo que universaliza la tradición es su lectura interna, la apropiación en contextos particu­lares. Y ahí toma posición: la tradición oc­cidental, y argentina, es la violencia, silenciada en el ensayo de Borges: “La conclusión de Borges es correcta pero incompleta, para él; la tradición argentina es la tradición de Oc­cidente […] es incompleta porque parece ignorar las transformaciones que el elemento propiamente local le impone a las influencias que recibe. La propia lite­ratura de Borges es un producto de esa interacción. No es el caso hoy de explicar ese proceso. Pero hay un punto que debería inducir a la reflexión”.
La tradición literaria argentina se concibió siempre en la incertidumbre, en la violencia y bajo la amenaza del caos: es justamente por eso que pertenece a la tradición de Occidente. Así,  Saer va mucho más allá que Borges, quien di­suelve el problema en clave liberal. El énfasis en la violencia confirma que la ex­posición de los defectos nacionales es liberadora. De ahí que la literatura constituya su salvaguardia. Saer escribe sobre una línea de continuidad que arranca en el siglo XIX:
“En ese terreno de violencia, más o menos explíci­ta según los períodos, floreció la literatura argentina. La materia misma de nuestros clásicos es la violencia política. De las guerras civiles del siglo XIX que, po­dríamos decir casi sin exagerar, se nutrieron de con­flictos muy semejantes a los que nos desquician hoy en día, salieron esos textos fundadores que son las obras de Sarmiento y de José Hernández. La carrera política de Leopoldo Lugones, que escribía en verso refinadas escenas modernistas, lo llevó en sus textos en prosa del socialismo juvenil a finales del siglo XIX hasta el fascismo en 1930, cuando proclamó, en un panfleto famoso, La hora de la espada. Y las novelas de Roberto Arlt, en los mismos años, están sacudidas por las grandes mitologías del siglo, el fascismo, la revo­lución social, la angustia de los individuos asfixiados en las grandes ciudades por la alienación capitalista, la amenaza de la guerra total.”  
 

Sombras sobre un vidrio esmerilado.
Aparece el tema de la memoria, que  cumple una doble función:
          como motor de la historia, en cuanto los recuerdos se mezclan constantemente con el presente y nos permiten conocer los sucesos pasados del personaje Adelina Flores,
         Por otro lado, es también tema de reflexión de Adelina, desde el primer párrafo el tema del tiempo y la memoria es el eje : “El recuerdo es una parte chiquita de cada ahora, y el resto del “ahora” no hace más que aparecer, y eso muy pocas veces, y de un modo muy fugaz, como recuerdo”.
·         Este vínculo tiempo-memoria recorrerá todo el relato, intentando a cada momento expresar las dificultades para pensar el tiempo, y las consecuencias derivadas de la facultad de recordar.

Recursos literarios que utiliza Saer para acercarse al vínculo tiempo-memoria.
Desde la primera oración del cuento nos informamos de la clara intención filosófica del relato.
Nos va a hablar la historia de Adelina Flores, pero también de sus disquisiciones sobre la problemática del tiempo y la memoria. Esta intención se expresa en el comienzo mismo del texto: “¡Qué complejo es el tiempo, y sin embargo, qué sencillo!”, afirma Adelina.
Partiendo de la problemática del tiempo, llega a la preocupación por la memoria. La posibilidad de pensar lo escurridizo del ahora, lo inconstante, la enfrenta al enigma del tiempo.
La marca del presente en el texto aparece siempre asociada a la experiencia, a una sensación corporal; y esto a su  vez se encuentra, en la mayoría de los casos, unido al adverbio de tiempo ahora.
La utilización del adverbio ahora aparece –excepto en contadas excepciones– directamente relacionado con una percepción, en la mayoría de los casos la vista, pero también con el tacto o con el oído. De una manera u otra, lo que informa al ahora son las sensaciones del cuerpo. “Ahora estoy sentada (...) y puedo ver la sombra de Leopoldo” ; “Y en este ahora en el que veo la sombra de mi cuñado”; “Ahora veo la sombra de mi cuñado...”; “Ahora vuelvo ligeramente la cabeza y veo la mampara que da al patio”
El ahora realiza así un doble anclaje: temporal –propio de su función gramatical–  y espacial, dado que nos sitúa en un lugar definido, en la casa de Adelina, en su sillón de Viena, en la exterioridad sensible de los sentidos, expulsándonos de los desvaríos de su mente y sus recuerdos.
De este modo, el ahora también implica un aquí, debido a la cualidad de la experiencia sensible de producirse siempre en el presente del cuerpo, de imprimir indefectiblemente un aquí y un ahora.  Es decir, el ahora está directamente señalado por las sensaciones, mientras que el pasado pertenece a la memoria.
El cuento de Saer es una constante lucha y a la vez una puesta en escena de esa dificultad.
Cuenta cómo recuerda una persona sin olvidarse que mientras recuerda a su vez está en algún lugar físico y su cuerpo, o mejor dicho, sus sentidos, son ajenos a estos recuerdos. La complejidad del tiempo vive en la historia porque se transforma en tema del texto.
  





sábado, 20 de agosto de 2011

Antonio Di Benedetto y la “territorialidad zamaniana”



Antonio Di Benedetto nació en Mendoza, en 1922. Se dedicó desde joven al periodismo, llegando a ser subdirector del diario Los Andes y corresponsal de  La Prensa. Con los años se convirtió en un editor de noticias reconocido por su oposición a la censura, por lo cual fue detenido el 24 de marzo de 1976, la misma noche del golpe militar, en su despacho del diario, en Mendoza, y luego trasladado a La Plata. “No se lo podía ver, pero sí llevarle ropas y alimentos. Cuando lo trasladaron sorpresivamente no nos dijeron adónde lo habían llevado. Empezamos a buscar con Bernardo Canal Feijóo, y los dos, cada uno por su lado, logramos saber su destino”, recordaba su amiga, la escultora Adelma Petroni, en una entrevista concedida a María Esther Vázquez. “Yo pedí a todo el mundo que hiciese lo posible para lograr su libertad. Finalmente el Premio Nobel de Literatura Heinrich Böll le envió un telegrama a Videla”.
Posteriormente, es liberado en septiembre de 1977, devastado anímicamente.


Pero, vayamos por partes.


Zama, una imagen exacta de América.

"Escribí Zama en menos de un mes, durante un período de licencia de mi trabajo, en el que me encerré en una casa vacía, en Córdoba. Los dieciocho días de licencia pasaron demasiado pronto y concluí la novela ya reincorporado a mi tarea habitual. La prisa me impuso un estilo urgente (breve, de frases cortas, muy condensado) aunque afortunadamente (y contra mis temores) adecuado al vértigo de las peripecias de don Diego", confesaba el escritor Antonio Di Benedetto en una entrevista de 1971.

Sylvia Saítta, quien junto con Luis Alberto Romero escribió Grandes entrevistas de la Historia Argentina (1879-1988), (Buenos Aires, Punto de Lectura, 2002), cuenta:

“La inquietud que despierta esta afirmación referida a la escritura de Zama , la novela que ha sido considerada como una de las mejores novelas argentinas y latinoamericanas del siglo XX, radica en su capacidad de erosionar uno de los mitos de la literatura moderna: el que sostiene que el valor de una escritura se mide por el trabajo que cuesta producirla. Como un escritor-artesano, Di Benedetto se encierra en una casa vacía para pulir sus frases, pero los tiempos de su escritura lejos están de la placidez que otorgaría una torre de marfil: como Roberto Arlt, Di Benedetto escribe su novela en los tiempos robados al periodismo, y escribe con la celeridad y la angustia de quien carece de tiempo para escribir; pero a diferencia de Arlt -y en contra de lo que el mismo Di Benedetto señala en la entrevista-, Zama carece de las marcas de urgencia que signan el discurso periodístico. Por el contrario, Di Benedetto hace del tema de la novela -la historia de quien espera sin esperanza- su estilo, un estilo que conjuga la morosidad de la trama con la precisión de la palabra justa, la reflexión existencialista sobre el devenir humano con el estudio de la identidad americana.

Dedicada a "las víctimas de la espera", Zama narra, precisamente, la agónica espera de Diego de Zama, un funcionario americano del imperio colonial español en la Asunción del Paraguay de finales del siglo XVIII. Suspendido en esa ciudad, en la que fue designado por corto tiempo, Diego de Zama aguarda el momento de incorporarse a una sede de mayor prestigio dentro de la administración colonial ya sea en Buenos Aires, Lima, Santiago de Chile o en la codiciada Madrid. A lo largo de la novela, Zama espera: espera un barco con noticias de su familia, que dejó en Buenos Aires, espera su traslado a tierras más promisorias, espera las monedas de un sueldo siempre demorado, espera una recomendación, espera ser el protagonista de un acto heroico que lo redima.

Zama puede decir quién fue porque en el largo presente del relato, que abarca nueve años, ya no puede decir quién es. En el presente, Zama es sólo un hombre que espera y que continuará esperando, al igual que los protagonistas de su contemporánea Esperando a Godot de Samuel Beckett, de 1952: "me pregunté, no por qué vivía, sino por qué había vivido -reflexiona Zama poco antes de la agonía final-. Supuse que por la espera y quise saber si aún esperaba algo. Me pareció que sí. Siempre se espera más". Sin embargo, cada una de las tres secciones del libro (1790, 1794 y 1799) va mostrando los diferentes aspectos de la frustración que genera esa espera: el desengaño sexual, la miseria económica, la derrota final en su intento de "revalidar sus títulos merced a una hazaña" a través de la captura del bandido Vicuña Porto. 

Se deduce que la acción transcurre en Asunción del Paraguay por las referencias naturales y por las menciones de etnias indígenas, bosques, selvas y ríos; sin embargo, el nombre de la ciudad nunca se dice. De este modo, Zama renuncia a ser una novela histórica pues no tiene el afán de verosimilitud propio del género ni busca interpretar el pasado a través de una reconstrucción histórica.
Así, el monólogo de este funcionario colonial anclado en Asunción es víctima de la espera –-como el coronel de García Márquez o el protagonista de El pozo, de Onetti– quien termina hundido en la degradación, el sinsentido o, mejor, en su trágico “destino sudamericano”, rompe con todas las expectativas de una supuesta novela “histórica” o “regionalista” para establecer un cruce inédito de esos clichés con ciertas formas contemporáneas –la novela existencialista, de El extranjero a La náusea– pero sin rastro de modelo alguno, sin “traducir” conflictos filosóficos en ficción. Bastan la invención prodigiosa y el rigor del estilo para hacer de Diego de Zama un trágico destino universal.

A su vez, si como sostiene Roland Barthes en Fragmentos de un discurso amoroso, hacer esperar es la prerrogativa constante de todo poder, Zama es, también, una larga metáfora sobre los vínculos entre los centros económicos, políticos, culturales y sus zonas de dominación. Porque Diego de Zama, como muchos intelectuales latinoamericanos, es un americano que se piensa europeo y que desestima el legado indígena y criollo para soñar un destino que se encuentra cruzando el Atlántico. En este sentido, Noé Jitrik, en un pionero estudio de 1959, sostenía que Di Benedetto encarna en Zama una actitud más contemporánea que la de su personaje: la de los americanos que, por imaginarse en Europa, realizan mal la vida en América y desdeñan formular el proyecto americano que define toda relación posible con una América en construcción”.

Por esos años ´50 también publicaban novelas David Viñas, Marco Denevi, Andrés Rivera, Beatriz Guido, Enrique Wernicke. Sin embargo, para el escritor Juan Sasturain “los relatos más poderosos que el tiempo ha decantado para el momento son tres textos que, cada uno a su manera, resultaban marginales y prácticamente “invisibles” para el sistema narrativo vigente:
·         Operación Masacre de Walsh,
·         El Eternauta de Oesterheld,
·         y este increíble, extemporáneo Zama. Que no se parece a nada”.

Luego de la aparición de Zama (1956) Di Benedetto se apropiará del paisaje y la lengua en un “regionalismo no regionalista” –en palabras de Beatriz Sarlo–, ajeno al pintoresquismo o folklorismo que solían caracterizarlo. La aparición sucesiva de sus otros  relatos: Grot, El cariño de los tontos y más tarde Absurdos, ponen así en escena un nuevo protagonismo: el de la región.


Aballay: lo regional desde una perspectiva no regional.

Mientras Di Benedetto está detenido, sin poder escribir porque le rompían todos los papeles, encuentra un truco para poder hacerlo: mandaba cartas donde decía: ‘Anoche tuve un sueño muy lindo, voy a contártelo’. Y transcribía el texto de un cuento con letra microscópica (había que leerla con lupa). Después esos cuentos se editaron bajo el título de Absurdos. Con el anticipo que le dio el editor, una vez liberado viaja a Europa, da clases en Francia y finalmente se instala en España durante seis años, donde no fue especialmente destacado a pesar del enorme respeto de sus pares escritores, (Roberto Bolaño mantuvo una extensa correspondencia con él a comienzos de la década del ochenta, que decantó en el relato Sensini, donde el protagonista es el alter ego de Di Benedetto). Regresa al país en 1984, con un modesto empleo en la Casa de Mendoza, en Buenos Aires, que apenas  le permitía sobrevivir, y muere en 1986.



Jimena Néspolo sostiene en su ensayo Ejercicios de pudor que  “alrededor de este libro Absurdos surgen algunas cuestiones de interés:
·         Primero, el hecho de que casi todos estos relatos fueron escritos en un absoluto encierro, al igual que Zama, su novela más conocida (aunque el de Zama haya sido un encierro voluntario, durante esas vacaciones en Córdoba).
·         Segundo, que los sujetos de estos relatos sufren situaciones angustiantes de invasión y peligro en espacios reducidos, o, incapaces de conjurar la antigua culpa que los aniquila, están condenados a la trashumancia.
·         Tercero y último, la mayoría de estas ficciones se desenvuelven en un tiempo improbable, desdibujado, indefinido, pero siempre inactual”.

“De la conjunción de estos cuentos resulta una visión de América signada por la impronta zamaniana: migración, sujetos errantes y desarraigados, deudores de una historia antigua que les aniquila el presente y los condena a un anhelo sin futuro, porque lo que se anhela es lo ya ido. Extrema las modalidades de lo arcaico inauguradas por Zama, problematizándolo a través de una escritura que controla rigurosamente el uso de ciertos vocablos de sabor antiguo, y con un diestro manejo del tiempo narrativo. Localiza sus tramas en pequeños pueblos o ciudades de provincia para luego evocar, a través del ejercicio de la memoria, un tiempo pretérito: el de la época colonial o el de la niñez y juventud del protagonista.

Los sujetos de estas ficciones son arcaicos y discretos: héroes dotados de un espesor lingüístico real en su pasado, en su devenir y en su futuro. Al “bucear” en el fluir diacrónico de la lengua y construir la trama por medio de una rotunda problematización del tiempo histórico, Di Benedetto logra ensanchar y dialectizar de manera extrema el presente de la escritura. 

En este sentido, Aballay es uno de sus relatos más logrados. Publicado por primera vez en Absurdos, este cuento extenso refiere la historia de un estilita ecuestre, un gaucho que, motivado por un sermón del cura del pueblo, inicia una vida de peregrinación y purificación y se obliga a mantenerse montado a su caballo de por vida”.

En ese sermón el cura refiere una cierta costumbre de los estilitas, monjes cristianos solitarios de la Edad Media, que transcurrían su vida de oración y penitencia sobre una plataforma colocada en la cima de una columna -stylos en griego- permaneciendo allí durante muchos años e incluso hasta la muerte.
Para Aballay el motivo de su penitencia es haber matado a un hombre ante la mirada de su hijo,  por eso él no podría quedarse quieto con su remordimiento. Él tiene que andar. Salirse (de un sitio en otro), y decide “hacer como los antiguos” y ser un penitente montado a su caballo. “Así transita sin rumbo fijo por distintos pueblos del paisaje pampeano, conoce a mercaderes ambulantes y campesinos, se cruza con indígenas y “milicos” que intentan detenerlo por sospechoso de abigeato, y con el correr del tiempo y las distancias le “nacen famas de santo”. 

Finalmente, como en el relato El fin de Jorge Luis Borges (donde la célebre muerte del negro del Martín Fierro es vengada siete años después por su hermano en un duelo con Fierro), Aballay es encontrado por el hijo del finado: “Siempre piensa en el gurí que le hincó la mirada. Pasan años. Un día se encuentra con esa mirada. Sabe que el niño, hecho hombre, viene a cobrarse”. El vengador lo enfrenta en un cañaveral, lo conmina a bajarse del caballo; como éste no lo hace, lo ataca con su facón. Aballay se defiende con una caña y sin querer hiere al joven, que al instante cae del caballo;  Aballay desmonta para dar socorro y llega hasta el vencido resolviendo que en esta ocasión será justo que permanezca todo lo que haga falta” en el piso. “El instante de vacilación basta para que el vengador de abajo alce de punta el cuchillo y le abra el vientre”.


El cuento es incluido luego en la antología que Di Benedetto publica en España en el año 1981, con el título Caballo en el salitral. Y a modo de presentación, el volumen incluye tres cartas enviadas al autor y referidas específicamente a Aballay, por parte de Jorge Luis Borges, Manuel Mujica Lainez y Julio Cortázar.

Jimena Néspolo agrega: “El relato se construye sobre una dimensión temporal imprecisa, una época en la que perviven las costumbres de la vida rural propias del siglo XIX argentino, así como también de algunos pueblos actuales muy alejados de los centros urbanos. La ausencia –a lo largo de las primeras páginas del cuento– de cualquier dato que posibilite anclar el cuento en una época puntual permite la lectura de múltiples temporalidades. Además de evocar un tiempo mítico de luchas entre caudillos, de fundaciones y revueltas, la mención misma de Facundo suma perplejidad al texto: “De las quinchas vecinas brotan cantos, tempranamente entonados. Se nombra a Facundo, por una acción reciente. (¿Qué no es que lo había muerto, hace ya una pila de años?...).” Ya sea como hecho real o como memoria colectiva en la pervivencia de un mito, la mención de este caudillo difumina aún más la temporalidad del relato, ensanchando el presente de la escritura hacia un ayer perpetuo del que nunca se regresa. Porque ese ayer es el hoy que los evoca: el hoy de los caudillos, pero también el hoy de los penitentes cristianos y el de los errantes sin reposo.

La escritura se plantea entonces como un ejercicio de recuperación. Recuperación de costumbres y palabras (“malandanza”, “remezón”, “pértigo”, “casorio”, “pulpería”, “cimarrón”, “mayorala”, “porfía”, “parejero”, “charque”, “astroso”, etc.); recuperación de una figura (el gaucho/el penitente); y también recuperación de un paisaje: el paisaje del interior).
Abstraídos los rasgos distintivos de los referentes geográficos que se actualizan en los relatos de sus volúmenes, esa región siempre reenvía a la “territorialidad zamaniana” (por llamarla de alguna forma), una territorialidad que implica:
  • ·         una “desterritorialización” de la lengua (vehicular y referencial), como señalan Deleuze y Guattari a propósito de Kafka y las literaturas menores,
  • ·         y una “reterritorialización” arcaizante en espacios olvidados de cualquier metrópoli.


Ya en El escritor argentino y la tradición, Borges reivindicaba el derecho de todo escritor a apropiarse de la cultura universal. Por otro lado, el Modernismo, al romper las fronteras de la comarca e intentar situarse, como deseaba Darío, en una posición moderna, actual y a la par de las metrópolis, ya había desquiciado al regionalismo latinoamericano. La llamada “transculturación narrativa” (son palabras de Ángel Rama) operada en la literatura hispanoamericana a partir de la segunda mitad del siglo XX estaría dando cuenta también de esta nueva manera de enfrentar “lo regional” desde una perspectiva “no regional”.

Es aquí donde la “territorialidad zamaniana” y el concepto de “zona” de Juan José Saer parecen cruzarse, lo cual será tema para el próximo taller.