Se empezó a hablar de la literatura del «renacimiento judío» como fenómeno sociológico y racial, cuando se advirtió que se perfilaba un nuevo sentido en la posguerra: un modo más franco y experimental, a la hora de hacer compatibles los recuerdos del holocausto con un nuevo arraigo en una sociedad abierta, una clasificación contra la que se pronunciarían algunos escritores como Bellow. Como siempre, son los críticos y los profesores de literatura los que agrupado a autores muy diferentes entre sí, atendiendo sólo a su origen étnico, lo que, en cierto modo, es como encerrarlos en un gueto literario.
En el caso de Philip Roth, quien ha sido llamado moralista judío y lo contrario, romántico y realista, polemista, satírico, antisemita...; ha sido aplaudido por mantener una visión social precisa y crítica, aunque también de ofrecer una perspectiva vital meramente personal.
En la revista cultural Letras Libres, Juan Gabriel Vásquez nos ofrece su análisis:
“Indignación. Aquí está la trama: un judío inteligente, de temperamento más bien rebelde, decide escapar un día del protegido ambiente de su universo judío. Allá fuera, en el mundo de los gentiles, se topa de frente con una shiksa tan seductora como problemática, una mujer con experiencias de las que el judío carece y con traumas ídem. Mientras resuelve los problemas (sociales, sexuales, morales) que le plantea esa relación, debe enfrentarse a los problemas (morales, sociales, políticos) que le plantea el mundo real. ¿Suena a conocido? Sí: es el cuento que da título a Goodbye Columbus. Sí, sí: es El lamento de Portnoy. Es Mi vida como hombre, es La visita al maestro, es La contravida. Y es Indignación.
Pero Roth, que no deja nunca de ser Roth, es incapaz de escribir un libro en que no tome riesgos de vida o muerte, en que no camine, por lo menos durante algunas páginas, al borde del abismo. Y es así cómo, en medio de esa racha de intensas reflexiones sobre la vejez y la decadencia que nos ha entregado de unos años para acá –basta pensar en El animal moribundo, en Elegía, en Sale el espectro–, ahora Roth se sitúa en el extremo opuesto de la cronología: Marcus Messner, narrador de Indignación, es un joven que apenas tiene diecinueve años, que apenas comienza a descubrir el mundo, un joven del que se podría decir que tiene toda la vida por delante si esa vida, según nos enteramos pronto, no hubiera terminado ya. Porque Marcus Messner está casi muerto cuando comienza la historia, y nos la narra desde la inconsciencia de la morfina. Ya no hay esfuerzo médico que pueda rescatar su cuerpo, pero su cerebro sigue funcionando. Él, claro, cree que está en el más allá:
¿Será este el fin de la eternidad, rumiar una y otra vez sobre las nimiedades de toda una vida? ¿Quién podría haber imaginado que uno tendría que recordar constantemente cada momento de la vida hasta en su más minúsculo componente? ¿O acaso este más allá sea tan sólo el mío y, de la misma manera que cada vida es única, así también lo es la otra vida, cada una de ellas una huella dactilar imperecedera de un más allá distinto del de cualquier otro?
En Indignación, el infierno es recordar. Y a eso, comprendemos, se dedica el joven Messner: las casi doscientas páginas de la novela son, entre otras cosas, el intento del pobre muerto por identificar la causalidad que lo puso donde ahora se encuentra, por recorrer el hilo de Ariadna y ver en qué momento pudo haberse reventado. La primera frase tiene la marca de fábrica de Roth: inusualmente largas, las aperturas de Roth suelen comenzar con una referencia cronológica para luego acercar el microscopio al narrador y a su momento personal.
Así sucede en Indignación: “El 25 de junio de 1950, unos dos meses y medio después de que las bien adiestradas divisiones de Corea del Norte, armadas por los soviéticos y los chinos comunistas, penetraran en Corea del Sur cruzando el paralelo 38 y se iniciaran los sufrimientos de la guerra de Corea, ingresé en Robert Treat, una pequeña universidad en el centro de Newark bautizada en honor al fundador de la ciudad en el siglo XVII”.
A partir de esa mención de lo que ocurría en el otro lado del mundo –que tiene el aspecto casual de las cosas que luego serán todo menos casuales–, Marcus Messner hace un recuento de su vida de este lado. Los estudios en Robert Treat; el trabajo en el negocio de la familia, una carnicería que le permite a Roth algunas de las mejores páginas de la novela (pero es que Roth siempre ha sido maestro en el arte de describir un oficio: piénsese en la fábrica de guantes de Pastoral americana); y, sobre todo, las tensiones domésticas. Pues el padre de Marcus ha dejado de confiar en Marcus; ha dejado de confiar, por lo menos, en su capacidad para alejarse del daño. “Es que, en la vida, el mínimo paso en falso puede tener trágicas consecuencias”, dice el viejo Messner. Y de ahí en adelante, la novela se dedica a justificar sus peores paranoias.
Ahora bien: lo que hace que esta novela sea una gran novela, y lo que hace que sea un libro nuevo en la bibliografía de Roth, es el método que se usa para llevar a Marcus del padre sobreprotector a la muerte en Corea. Para alejarse del padre, Marcus se traslada a la universidad de Winesburg, en Ohio. Winesburg, Ohio es, por supuesto, uno de los libros de cuentos que fundaron la tradición norteamericana. La población ficticia de Sherwood Anderson da entonces nombre a la universidad ficticia de Roth: dos universos, cada uno a su manera, profundamente enraizados en lo típicamente norteamericano, eso que siempre le ha servido a Roth como muro contra el cual estrellar a sus personajes. Y Marcus se estrella: una serie de decisiones/reacciones inconexas y en apariencia banales, como pedir cambio de habitación por no entenderse con sus compañeros, o como lanzarse a un discurso contra la religión directamente sacado de Bertrand Russell, lo enemistan con el decano; y su relación con Olivia Hutton, la mujer-problema con antecedentes suicidas, acaba complicando aún más las cosas.
Al final, cada esfuerzo que el joven Messner había hecho, siempre con la esperanza de que unos buenos resultados académicos le evitaran el reclutamiento, resulta tejiendo a su alrededor una especie de trampa. Ya no serán los grandes acontecimientos –el radicalismo de los sesenta, el macartismo– lo que invade y arruina las vidas de los personajes: ahora se trata de una conspiración (casi) involuntaria del mundo de los otros. Messner, como tantos personajes de Roth, es una víctima de fuerzas que no controla; pero esta vez no son las grandes fuerzas de la historia, sino las pequeñas: los pequeños puritanismos, las pequeñas intolerancias, los pequeños fanatismos, las pequeñas hipocresías. Indignación es lo que habría pasado si El extranjero de Camus hubiera nacido en Estados Unidos y su historia la hubiera contado Kafka: el Kafka, digamos, de Amérika, esa novela sobre un joven de diecisiete años que se ve expulsado de su hogar por un escándalo moral y acaba descubriendo que su destino está controlado por autoridades que no puede ver. ¿Suena a conocido? ”
Me gustó el comienzo de Indignación, ya me había gustado el haber leído Patrimonio hace un tiempo, me gusta que justo mientras estamos leyendo a Philip Roth reciba el Man Booker International, y me ha gustado la reseña aquí realizada en el Blog. Ahora bien, lo que me gustaría también sería comprender el hilo que vincula a Indignación-Roth, con El extranjero-Camus y Amérika-Kafka, y que fue expresado al pie de la reseña; porque algo intuyo, pero mucho, muchísimo, seguro que se me escapa.
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