El tiempo y el espacio del taller de lectura plasmado para:



leer de diferentes maneras (por arriba, por abajo, entre líneas, a fondo, participando del texto, recreándolo),



dar cuenta de los procesos culturales en que surgen y son comprendidas o cuestionadas las obras literarias,



pensar (discutiendo, asombrándose, dejándose llevar por lo que los textos nos dicen -pero parece que no dijeran-),



y por sobre todas las cosas, y siempre, disfrutar de la buena literatura.








viernes, 16 de septiembre de 2011

Saer: la percepción y la "zona"

 Empezamos con Saer, inmediatamente después de Di Benedetto, porque además de que son excelentes, entre los dos autores hay variaciones particulares sobre un mismo tema cuando  hablamos de “territorios” o “zonas”:
·         El tema del espacio, en tanto lugar, la región, la zona.
·         El tema del exilio.

Con Di Benedetto, nacido en Mendoza, habíamos comentado su personal manera de omitir la referencia concreta al lugar, más allá de ciertas marcas textuales, apartándose así de toda una tradición centrada en Buenos Aires.
Y con Saer, nacido en Serodino -y fallecido en 2005, en París (Francia) donde vivió su exilio voluntario-, pasa algo equivalente pero particular. 

 Enseñó Historia del Cine y Crítica y Estética Cinematográfica en la Universidad del Litoral, en Santa Fe, pero deja la Argentina en 1966 debido a la obtención de  una beca del estado francés, y decide no regresar.
(Cabe acotar que Mariana Bustelo  llama a esta emigración El viaje lúcido de los 60, en « La palabra migrante: escritores argentinos en búsqueda de un terreno propicio para la creación », Amérique Latine Histoire et Mémoire. Les Cahiers ALHIM,  2006), para hacer un paralelismo entre otros momentos históricos y una cierta tradición, con diferentes connotaciones, del viaje a Europa.  Además cita en su estudio la reflexión de Tununa Mercado, quien indica que   “la situación del exilio exacerba la condición de pertenencia al país de nacimiento (MERCADO, 1994) »)

Su programa narrativo fue riguroso y solitario, y lo hizo escribir rechazando  fenómenos editoriales como el llamado boom latinoamericano (al que desdeñó). Su obra abarca doce novelas, (El limonero real, Nadie nada nunca, La mayor, etc.), cinco libros de cuentos, cuatro de ensayos y uno de poemas. Su última novela, La grande, que dejó inconclusa, y su último libro de ensayos (en realidad, artículos sobre literatura escritos para diarios), fueron publicados póstumamente.

Casi toda su narrativa tiene por escenario la ciudad de Santa Fe y sus alrededores, en donde vivió hasta su voluntario exilio. De esta manera, esta genial obra le ha dado a esa zona el mismo estatuto mítico que Joyce le dio a Dublín o Proust a París. El hecho de que su obra incluya una larga serie de novelas y cuentos independientes pero relacionados sobre un espacio geográfico limitado revela la influencia de William Faulkner y su ciclo de narraciones sobre el condado de Yoknapatawpha   en el norte del estado de Mississipi.

Él mismo explicaba la rei­vindicación de la región, la zona, el lugar específico de la provincia argentina de Santa Fe, y quizás una suerte de “provincialización”, “un pequeño mundo que va a emerger a la escena literaria, a la conciencia literaria, a la lectura”: “Pienso que muchas regiones del mundo tienen su literatura. París tiene su literatura, el sur de Estados Unidos tiene su literatura. Entonces, ¿por qué el litoral argentino no puede tener su literatura?”. Al mismo tiempo, se afilia a la tradición del exilio, otra pequeña nación: “Los más grandes escritores argentinos son exiliados, aun si jamás salieron de su lugar natal”.


Entre la tradición y la experimentación.
Siempre manifestó la expresión de una individualidad personal e irreductible, consecuente con la defensa que hizo de la autonomía del sujeto estético en sus poemas y narraciones. Sin embargo, en otras ocasiones puso de manifiesto su fidelidad a una tradición argentina que respetaba, y en la que encontraba una manera de vivir, de pensar y de sentir:
[…] existe en Argentina desde la primera mitad del siglo XIX, una tradición original y vigorosa. Basta citar los nombres de Sarmiento, Hernández, Lugo­nes, Macedonio Fernández, Roberto Arlt, Ezequiel Martínez Estrada, Borges y Bioy Casares, Cortázar y Silvina Ocampo, Juan L. Ortiz, Oliverio Girondo o Antonio Di Benedetto, para comprobar que tanto en la poesía como en el ensayo, en la novela o en la literatura fantástica, esa tradición, de la que aparecen aquí únicamente los nombres principales, es rica y diversa, creadora y viviente.

Influencias,  semejanzas y particularidades.
A fines de los años 50 surge en Francia un movimiento liderado por Alain Robbe-Grillet: el nouveau roman (o "novela nueva"). Una característica generalizada de este movimiento es el cuestionamiento de la novela tradicional decimonónica: no tiene ya sentido escribir novelas al modo de Balzac, con unos personajes, una trama, un inicio, un desarrollo y un desenlace. Se sienten más cercanos a la literatura introspectiva de Stendhal o Flaubert. No se admite la descripción de los personajes, que según ellos está mediatizada por los prejuicios ideológicos, sino la exploración de los flujos de conciencia. En ellos, la influencia de autores extranjeros como Virginia Woolf o Kafka o franceses como Sartre o Camus es evidente.
Es decir,  los libros no tenían importancia por su trama, sino por un cúmulo de sensaciones y acontecimientos que no pasaban a ser más que minucias de las vidas que aparecían en los libros escritos. Algo de eso por ejemplo, había ocurrido con  Samuel Beckett: no tenía importancia la historia, sino las palabras para contarla, o los ambientes en los que transcurría.
Juan José Saer adhiere a esta manera de narrar, (aunque también la critica y toma distancia), pero suele observarse en sus textos que  hay una trama reconocible, pero quizá no sea tan importante como los juegos, giros y circularidades que el lenguaje permite.

En Nadie nada nunca (su novela de  1980), ambientada en Colastiné, trabaja  juegos con los puntos de vista, se narra lo mismo, una y otra vez, desde la perspectiva de distintos personajes. La dictadura militar argentina es un telón de fondo de la «acción» (porque en realidad no pasa casi nada) de la novela, en un ambiente oprimente. 
 Transcurre un instante en el que nada  transcurre. “No es posible”, dice un personaje, “No es posible que no transcurra nada. Algo tiene que transcurrir”. Estas palabras revelan el hartazgo de los personajes, para quienes no es grato estar atrapados en el mundo que les ha dictado la fantasía saeriana, hecha de lentitud y repetición angustiante.

Así como Zama, de Di Benedetto, era la novela de la espera, aquí hay detención, estancamiento, pero también  desencuentro, y la voz de adjetivación prolija de un narrador que es más que omnisciente, más que testigo, más que protagonista (aunque en realidad cada personaje es narrador, pero todos ellos apelan al mismo recurso).  La adjetivación en esta novela de Saer es el modo de marcar lo enlentecido de las acciones, de imponernos, como lectores, la forma de máquinas angustiadas que deben adquirir los cuerpos de quienes la protagonizan.
Una novela en cuyo título se incluye una triple negación (de alguien, de algo, de algún tiempo), no puede ser más que negación pura, que aceptación de que todo puede reducirse al no-acto, al no-personaje, al no-lugar. Anuncia que la literatura puede despojarse de todas las personas, todas las tramas y todos los sitios.

Frente  a Borges y la tradición de silenciar la violencia en la literatura argentina.
Saer toma posición frente a Borges: En 1953, Borges dio una conferencia sobre El escritor argentino y la tradi­ción. Ese texto ampliamente conocido es una contri­bución tardía al debate sobre la esencia del ser nacio­nal, en boga en los años treinta sobre todo, y marca el regreso definitivo de su autor, de las posiciones nacionalistas que había defendido en su juventud hacia una concepción más universal de la literatura”
La posición de Saer es un reconocimiento pero, a su vez, propone una rectificación: insiste en que lo que universaliza la tradición es su lectura interna, la apropiación en contextos particu­lares. Y ahí toma posición: la tradición oc­cidental, y argentina, es la violencia, silenciada en el ensayo de Borges: “La conclusión de Borges es correcta pero incompleta, para él; la tradición argentina es la tradición de Oc­cidente […] es incompleta porque parece ignorar las transformaciones que el elemento propiamente local le impone a las influencias que recibe. La propia lite­ratura de Borges es un producto de esa interacción. No es el caso hoy de explicar ese proceso. Pero hay un punto que debería inducir a la reflexión”.
La tradición literaria argentina se concibió siempre en la incertidumbre, en la violencia y bajo la amenaza del caos: es justamente por eso que pertenece a la tradición de Occidente. Así,  Saer va mucho más allá que Borges, quien di­suelve el problema en clave liberal. El énfasis en la violencia confirma que la ex­posición de los defectos nacionales es liberadora. De ahí que la literatura constituya su salvaguardia. Saer escribe sobre una línea de continuidad que arranca en el siglo XIX:
“En ese terreno de violencia, más o menos explíci­ta según los períodos, floreció la literatura argentina. La materia misma de nuestros clásicos es la violencia política. De las guerras civiles del siglo XIX que, po­dríamos decir casi sin exagerar, se nutrieron de con­flictos muy semejantes a los que nos desquician hoy en día, salieron esos textos fundadores que son las obras de Sarmiento y de José Hernández. La carrera política de Leopoldo Lugones, que escribía en verso refinadas escenas modernistas, lo llevó en sus textos en prosa del socialismo juvenil a finales del siglo XIX hasta el fascismo en 1930, cuando proclamó, en un panfleto famoso, La hora de la espada. Y las novelas de Roberto Arlt, en los mismos años, están sacudidas por las grandes mitologías del siglo, el fascismo, la revo­lución social, la angustia de los individuos asfixiados en las grandes ciudades por la alienación capitalista, la amenaza de la guerra total.”  
 

Sombras sobre un vidrio esmerilado.
Aparece el tema de la memoria, que  cumple una doble función:
          como motor de la historia, en cuanto los recuerdos se mezclan constantemente con el presente y nos permiten conocer los sucesos pasados del personaje Adelina Flores,
         Por otro lado, es también tema de reflexión de Adelina, desde el primer párrafo el tema del tiempo y la memoria es el eje : “El recuerdo es una parte chiquita de cada ahora, y el resto del “ahora” no hace más que aparecer, y eso muy pocas veces, y de un modo muy fugaz, como recuerdo”.
·         Este vínculo tiempo-memoria recorrerá todo el relato, intentando a cada momento expresar las dificultades para pensar el tiempo, y las consecuencias derivadas de la facultad de recordar.

Recursos literarios que utiliza Saer para acercarse al vínculo tiempo-memoria.
Desde la primera oración del cuento nos informamos de la clara intención filosófica del relato.
Nos va a hablar la historia de Adelina Flores, pero también de sus disquisiciones sobre la problemática del tiempo y la memoria. Esta intención se expresa en el comienzo mismo del texto: “¡Qué complejo es el tiempo, y sin embargo, qué sencillo!”, afirma Adelina.
Partiendo de la problemática del tiempo, llega a la preocupación por la memoria. La posibilidad de pensar lo escurridizo del ahora, lo inconstante, la enfrenta al enigma del tiempo.
La marca del presente en el texto aparece siempre asociada a la experiencia, a una sensación corporal; y esto a su  vez se encuentra, en la mayoría de los casos, unido al adverbio de tiempo ahora.
La utilización del adverbio ahora aparece –excepto en contadas excepciones– directamente relacionado con una percepción, en la mayoría de los casos la vista, pero también con el tacto o con el oído. De una manera u otra, lo que informa al ahora son las sensaciones del cuerpo. “Ahora estoy sentada (...) y puedo ver la sombra de Leopoldo” ; “Y en este ahora en el que veo la sombra de mi cuñado”; “Ahora veo la sombra de mi cuñado...”; “Ahora vuelvo ligeramente la cabeza y veo la mampara que da al patio”
El ahora realiza así un doble anclaje: temporal –propio de su función gramatical–  y espacial, dado que nos sitúa en un lugar definido, en la casa de Adelina, en su sillón de Viena, en la exterioridad sensible de los sentidos, expulsándonos de los desvaríos de su mente y sus recuerdos.
De este modo, el ahora también implica un aquí, debido a la cualidad de la experiencia sensible de producirse siempre en el presente del cuerpo, de imprimir indefectiblemente un aquí y un ahora.  Es decir, el ahora está directamente señalado por las sensaciones, mientras que el pasado pertenece a la memoria.
El cuento de Saer es una constante lucha y a la vez una puesta en escena de esa dificultad.
Cuenta cómo recuerda una persona sin olvidarse que mientras recuerda a su vez está en algún lugar físico y su cuerpo, o mejor dicho, sus sentidos, son ajenos a estos recuerdos. La complejidad del tiempo vive en la historia porque se transforma en tema del texto.