El tiempo y el espacio del taller de lectura plasmado para:



leer de diferentes maneras (por arriba, por abajo, entre líneas, a fondo, participando del texto, recreándolo),



dar cuenta de los procesos culturales en que surgen y son comprendidas o cuestionadas las obras literarias,



pensar (discutiendo, asombrándose, dejándose llevar por lo que los textos nos dicen -pero parece que no dijeran-),



y por sobre todas las cosas, y siempre, disfrutar de la buena literatura.








martes, 5 de octubre de 2010

Retomando a Cheever brevemente.

Me parece que Cheever merece algunas reflexiones, y teniendo en cuenta que el lunes es feriado, les dejo estas líneas para que lo sigan procesando, saquen sus conclusiones, y después lo comentemos.


La idea es valorar el alcance de una escritura que se sustenta en una confianza en la literatura como fuerza redentora, entendiendo entonces un poco más la "leyenda Cheever", y conectar algunos elementos biográficos con pasajes literarios y algunas valoraciones de editores y colegas de Cheever, como así también las opiniones del crítico Álvaro Matus, y de Rodrigo Fresán.



“El mundo de las manzanas”.

Asa Bascomb, el poeta del cuento, es un descontento habitante de Nueva Inglaterra que vive en Mount Carboni, lugar imaginario de Italia; un buen día, ve por casualidad a una pareja haciendo el amor en el bosque y luego es incapaz de escribir nada que no sea pornografía; baladas inmundas, coplas picantes o, simplemente, la palabra "joder" (j…r), repetida hasta la saciedad. Para Bascomb, esto representa una profunda enfermedad del alma. Al igual que Cheever, suele asociar la obscenidad a la autodestrucción, un asunto de particular urgencia, pues otros cuatro poetas "con los que Bascomb componía una especie de grupo literario" ya han cometido suicidio ("pero Bascomb, a su manera tozuda y campesina, estaba decidido a romper o ignorar ese nexo, derrocar a Marsyas y Orfeo"). Aquí consideremos la idea según la mitología griega. Marsyas era un sátiro, como Pan, experto en tocar una especie de flauta doble. Un día Apolo y Marsyas, uno con la lira y el otro con la flauta, se enfrentaron en un concurso musical pero Marsyas perdió. Fue desollado vivo por su hibris al desafiar a un dios.

El sentido del mito es que Marsyas, quien representa la naturaleza agreste y sombría, aún no depurada, tiene la soberbia de enfrentarse a Apolo, el dios de la luz, quien es muy superior. Al desollar a Marsyas, Apolo le despoja de su piel de bestia y consigue que pueda manifestarse la vida pura, que fluye como un río vivificante. Así, más que un castigo, la operación del dios se convierte en una bendición.

El caso de Orfeo, personaje de la mitología griega, hijo de Apolo que hereda el don de la música y la poesía, consiste en que según los relatos, cuando tocaba su lira, los hombres se reunían para oírlo y hacer descansar su alma. Llegado el momento, con su música ablandó también el corazón de Hades, el dios de los muertos.

O sea: dos caras de la misma moneda: el arte como una redención, de una bendición que permite nuevamente la vida.

En un determinado momento, el anciano del cuento se ve vagamente tentado por los encantos de un hombre repulsivo pero en vez de caer en una corrupción tan definitiva, decide peregrinar para ver al sagrado ángel de Monte Giordano, a quien le reza: "Dios bendiga a Walt Whitman, Hart Crane, Dylan Thomas, William Faulkner, Scott Fitzgerald y, especialmente, a Ernest Hemingway". Tras invocar a sus ídolos de la literatura -hombres cuyas imaginativas labores les habían llevado a la más dolorosa alienación y, en algunos casos, al suicidio-, Bascomb completa su purificación quedándose de pie bajo una cascada helada, como había hecho su padre antes que él, y luego vuelve a casa para escribir "un extenso poema sobre la dignidad inalienable de la luz y el aire que... impregnarían sus últimos meses de vida”.



Ya hemos comentado que los cuentos de John Cheever, poblados de personajes con dinero, muchos amigos y familias unidas, suelen terminar como empezaron. Después de explorar la grieta del hogar, el narrador agarra la brocha y disimula las fisuras con una mano de pintura. Un párrafo que restablece el orden o, mejor, devuelve a los personajes al utópico refugio familiar. Pero se trata sin embargo de una ilusión. Las sonrisas se acaban muy rápido, dejando al descubierto unas marcas de preocupación y amargura alrededor de los labios, ya que todos esconden algún secreto.

Es difícil encontrar una refutación de las lecciones de moralidad barata más contundente que estos "Relatos" de Cheever, dice Álvaro Matus. Como en la vida, aquí todo está teñido de luces y sombras. El éxito profesional o el matrimonio bien constituido apenas alcanzan a disimular el abismo que hay entre las fantasías y el mundo práctico.

Está relacionado con una larga tradición de su país; Malcolm Cowley, su editor, destacó que en sus textos confluían las frases simples y directas de Hemingway, la preocupación por una clase social a lo Fitzgerald y los aspectos bíblicos de Faulkner.

Expulsado del colegio, dijo en sus Diarios: "En el colegio, Estados Unidos es siempre hermoso. Es siempre la gema del océano y está muy mal que así sea. Está mal porque la gente se lo cree. Porque se vuelven indiferentes. Porque se casan y se reproducen y votan y no saben nada. Porque el periódico está siempre de buen humor y se la pasa mirando al cielo raso para no ver la suciedad del piso. Porque todo lo que ellos saben y conocen es lo que les dice el periódico siempre de buen humor.”

"John Cheever fue expulsado y gran parte de su obra trata de la imposibilidad de volver a un paraíso que jamás se conoció, pero que se intuye como posible o, por lo menos, digno de ser imaginado y puesto por escrito una y otra vez", comenta Fresán en el prólogo de "La geometría del amor".

Tras la publicación de sus "Diarios" se comprobó que sus ficciones eran el refinado disfraz de un hombre atormentado por el alcohol, la inestabilidad de los afectos, y sin embargo dice su hijo Benjamin: “Asumió su bisexualidad. Dejó la bebida. Pero la vida seguía siendo un problema".

Toda la narrativa de Cheever podría formularse en unas cuantas preguntas que desbaratan la ilusión del refugio familiar. Como en el caso del divorciado ("La cura") que cree que la solución a sus alucinaciones está en el tobillo de una mujer: "... caminé junto a ella, y una voz repetía dentro de mi cabeza sin cesar: Por favor, déjeme poner la mano en torno a su tobillo. Me salvará la vida. Sólo quiero rodearle el tobillo con la mano. Con mucho gusto se lo pagaré. Saqué mi cartera y de ella unos billetes. Entonces oí que alguien, detrás de mí, me llamaba por mi nombre. Reconocí la voz campechana de un representante de publicidad que entra y sale de nuestra oficina. Me guardé la cartera en el bolsillo, cruce la calle y traté de perderme en el gentío". Aquí nuevamente la vuelta al orden, al utópico refugio.

Lo sugestivo es la honestidad con que Cheever explora en los escondrijos del deseo. El crítico Richard Schickel en "The Cheever Chronicle" ha destacado que en sus relatos "va desapareciendo la ironía para acabar imponiéndose la posibilidad cierta de perdón a nuestros pecados y la convicción de que nuestras pérdidas no implican necesariamente que estemos perdidos".



En esa humanidad radica buena parte de la universalidad de Cheever. Sus personajes están lejos de la consecuencia, pero Cheever sabía que él no era mucho mejor que ellos. Son los claroscuros los que los vuelven reconocibles, y constituyen una especie de "comedia humana" de la clase media estadounidense de los años treinta, cuarenta y cincuenta del pasado siglo.

A primera vista se podría pensar que se trata de relatos de perdedores, tan en boga en la literatura, sobre los que se solicita una mirada de compasión proponiendo una lectura gratificante, pero en seguida advierte el lector que no está tratando con perdedores sino con otro género no tan apreciado: los relatos de Cheever están llenos de gente mediocre.

Y lo primero que, poco a poco, emerge de su escritura es que esta gente mediocre es pura humanidad, es una representación del hombre medio, de la mujer media, absorbidos en su pequeñez, pero absolutamente reconocibles en su patético braceo por la vida. Y no hay un átomo de compasión en los relatos de Cheever sino, muy al contrario, una mirada que es un cuchillo y que, sin embargo, tampoco contiene un átomo de desprecio. Es más, se diría que escribe como una especie de inteligente chismoso de la misma clase social que sus personajes; ése es quizá su truco, pues también se confunde con ellos, acude a sus fiestas o los acompaña en un almuerzo o en una discusión contenida. Cheever logra un efecto admirable que es el de admitir una cierta empatía, quizá incluso ternura, por sus personajes sin que por ello pierda ni por un segundo la distancia que todo verdadero autor mantiene con ellos. Uno pensaría que puede ser uno más entre ellos, un lúcido disimulado.

En general, son relatos sin negrura en superficie, cuyo efecto cala paso a paso, ninguno de los cuales parece especialmente duro... hasta que se cierran sobre la historia del personaje de turno. Y, como es propio de esa clase media desorientada en busca de la felicidad, utiliza a menudo el recurso de los sueños. Estrategia narrativa que tiene un sentido específico: parodiar los sueños –y utopías- de esa sociedad.



“Visión del mundo”.

Según Jaime Priede, el “territorio Cheever" se extiende en sus novelas por Nueva Inglaterra, y en sus relatos por los barrios residenciales de clase media en torno a Nueva York. Casas con jardín y barbacoa, piscina y coctel. Urbanizaciones construidas alrededor del Club Social como las ciudades medievales europeas se construían en torno a la iglesia. Es el contexto de la silent majority, la mayoría moral encubridora de la aparente unanimidad del país. Y es ahí donde Cheever introduce su fino bisturí para dejar al descubierto la expansiva prosperidad del "hombre de traje gris", prosperidad que se eleva con una “pretensión de trascendencia, fruto del ahondamiento religioso de los años cincuenta”. Contextualización, por otro lado, en la que se vislumbra cierto cambio de clima mental en favor de una heterogeneidad tan incurable como encubierta. Barrios residenciales en cuya atmósfera de consumo y apariencia, Cheever, como luego haría Sam Mendes en la aclamada película American Beauty, inyecta una crítica implacable al American way of life para plasmar tanto su fracaso colectivo como la redención individual a modo de epifanía del protagonista. Relatos como "El ladrón de Shady Hill", "El marido rural" o "El nadador" están protagonizados por individuos atrapados por su entorno que se ponen en movimiento, en disposición disidente de iniciar una fuga que les otorga, en el transcurso del relato, una transformación revelada como cierta forma de santidad. Redención que adquiere ciertos destellos mitológicos en relatos como "Adiós, hermano mío" y "El ángel del puente", en los que se hace presente el "subtexto religioso" tantas veces verificado en la obra de Cheever, que dejó escrito en su Diario: "La forma más sencilla de comprender nuestro tiempo es a través de la mitología."



Dice Fresán: “Existe un Cheever Country, un territorio inequívocamente cheeveriano. En ese paisaje que se extiende desde Nueva Inglaterra (cuna y sepulcro de la familia Wapshot de sus dos primeras novelas), pasa por la Manhattan de los años treinta y cuarenta y, a partir de los cincuenta, deja la Gran Ciudad para instalarse en suburbios residenciales que pueden llamarse Shady Hill, Bullet Park o Proxmire Manor, con la escapada de rigueur a Europa; Italia en especial. El mundo según Cheever –el mundo que se alza al otro lado de las puertas para siempre cerradas del Paraíso- es el mundo de hombres y mujeres urbanos y suburbanos, que de algún modo se las arreglan para mantener cierta extraña pureza y una rara forma de santidad. Cheever podía ver en la aparente banalidad de sus personajes, en su follaje absurdo e impertinente, las raíces secretas pero tangibles de antiguos mitos y de arquetipos inmemoriales.

«Una visión del mundo» es, seguro, la mejor de las muchas epifanías escritas por Cheever, uno de sus más grandes logros en la crítica de los ritos perversos de la vida moderna y de su entorno, y una demostración de la maestría de su técnica y de su prosa (lo que el escritor John Gardner definió como «esa voz de Cheever para escribir cantando») a la hora de sostener una trama compuesta íntegramente por sueños («Tengo sueños de una densidad que me gustaría poder trasladar a mis ficciones», desea en sus Diarios) y percepciones del universo hasta construir una suerte de plegaria donde la lluvia (el agua) vuelve a presentarse como agente redentor. Otra vez –como en tantos cuentos del autor– aparece el motivo expulsión del paraíso/apocalipsis suburbano/revelación. Aquí, más que en ninguna parte, se hace evidente el mandato que Cheever se impuso para su vida de escritor y que aparece con emocionante claridad en sus Diarios: «Escribir bien, con pasión, con menos inhibiciones, ser más cálido, más autocrítico, reconocer el poder de la lujuria tanto como su fuerza, escribir, amar. (...J No disimular nada ni ocultar nada, escribir sobre las cosas más cercanas a nuestro dolor, a nuestra felicidad, escribir sobre mi torpeza sexual, el sufrimiento de Tántalo, la magnitud de mi desaliento –creo entreverlo en sueños–, mi desesperación. Escribir sobre los necios sufrimientos de la angustia, la renovación de nuestras fuerzas cuando aquéllos pasan; escribir sobre la penosa búsqueda del yo, amenazado por un extraño en la oficina de correo, un rostro apenas entrevisto en la ventanilla de un tren; escribir sobre los continentes y las poblaciones de nuestros sueños, sobre el amor y la muerte, el bien y el mal, el fin del mundo.”

Territorio Cheever: un lugar donde tanto lo demoníaco como lo angélico tienen sitio y cuyo mapa se las arregla –en su aparente caos dionisíaco y belleza apolínea- para recordar en todo momento el Olimpo de los antiguos griegos donde las distancias que separaban a los hombres de los dioses eran, a menudo, insignificantes”.

Y si los personajes no se asumen como tales, una conjetura intrínseca los hará valorar esa poca belleza que encuentran a su alrededor, entendida como un vestigio y también como un consuelo. Así pasa en la breve “Una visión del mundo”.

La seguimos en el próximo taller.

1 comentario:

  1. Ayyy, qué lindo lo que decís.....
    Me quedé mal anteayer por no haber logrado atraparlos con Cheever, y ahí me puse a buscar material como una clase extra por el lunes próximo. Tienen con qué entretenerse a la hora del taller.
    Es cierto que breve no es. Empecé por el título y después se hizo un chorizo.
    Puse en qué fuentes me basé para sostener mi postura, siempre vean el discurso referido, o sea a quiénes cito, please.
    Lo del territorio es una idea de análisis muy buena de teoría literaria, y la mayoría de los buenos autores tienen uno: Borges y Saer, para mencionar dos de quienes hablamos. De ahí sale lo del "cronotopo". Para el territorio Fuster, que Castelar y Morón se vayan preparando!!
    Si por esas cosas alguno llegara a conseguir el cuento "La monstruosa radio" de Carver, ahí sería cartón lleno total. No lo leí pero debe ser genial. Y gracias por "El nadador "!
    A ver si todos los demás se animan a escribir sus impresiones de Carver en el blog, -sin censura, obvio-.
    Besos a todos, y gracias de nuevo, Daniel!!!

    El 6 de octubre de 2010 00:22, FUSTER, Daniel escribió:
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    A mis estimados compañeros de taller quería contarles que es sencillamente delicioso los comentarios que incorpora Graciela al Blog, verán por el adjunto (lo hago por si a alguien le resulta más sencillo extractarlo de aquí) que RETOMANDO A CHEEVER BREVEMENTE no tiene nada de BREVE, pero con paciencia uno se sumerge y se deja invadir por párrafos encantadores que si Cheever viviera y no fuera homosexual la mujer se pondría seguramente bastante celosa por lo que aquí se dice y cómo se lo dice.

    Uno aprende en esta lectura no solo a apreciar a Cheever y su obra sino casi casi a quererlo, como dice Graciela por ahí: “Cheever logra un efecto admirable que es el de admitir una cierta empatía, quizá incluso ternura, por sus personajes sin que por ello pierda ni por un segundo la distancia que todo verdadero autor mantiene con ellos”, yo diría que Graciela logra un efecto muy parecido.

    Te lo comenté una vez hace tiempo Graciela y me das la oportunidad de reiterarlo, leerte, recorrer este tipo de ensayo-visión-opinión que solés hacer cada tanto de algunos autores es casi casi, mejor que leer a ese autor.

    Me gustaría que un día alguien defina el TERRITORIO FUSTER tal y como en este resumen se define el TERRITORIO CHEEVER.

    Yapa: El nadador que según recuerdo Graciela mencionó talvez, pero solo talvez como el mejor cuento de John.


    Sds para todos, que lo disfruten
    Daniel

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